Como todos los sábados, el día en el que ocurrió todo esto
yo había ido con mis amigos a jugar un partido de fútbol sala a la pista del
instituto de mi barrio, donde se celebra un pequeño campeonato de aficionados
entre varios equipos. Nuestro equipo, Los bizcos, era de los peores, pero por
lo menos nos lo pasábamos bien. Ese día no nos iba tan mal: el partido estaba a
punto de terminar y solo perdíamos por 7 a 5. Aunque ya era imposible remontar,
cuando los demás apenas se movían esperando el pitido final, yo corría como un
loco para robar el balón y marcar otro gol. Ese día estaba especialmente
contento porque había metido cuatro de los cinco goles de mi equipo. No es para
presumir, pero soy uno de los mejores jugadores de la competición a pesar del
desastre de equipo en el que juego. Con esos cuatro goles ya era el pichichi,
pero quería incrementar la diferencia respecto al segundo en la tabla de
goleadores. De modo que, después de una pérdida de balón por parte de mi
equipo, viendo que el resto de mis compañeros estaban mal posicionados, corrí
hacia atrás persiguiendo al futbolista que llevaba la pelota por el carril
izquierdo. Cuando el jugador contrario estaba prácticamente a la altura del
portero a punto de disparar a puerta, me lancé con todas mis fuerzas para
interceptar el balón, con tan mala suerte que además de llevarme la pelota me
golpeé en la entrepierna con el poste con tal violencia que puedo jurar que vi
las estrellas. En ese momento acabó el partido para mí. Por orgullo, intenté
que mientras estaba en el banquillo no se me notara el dolor, pero me dolían
tanto los testículos que no podía incorporarme completamente. El camino de
vuelta a casa fue un suplicio, pero por suerte vivo a un par de calles del
instituto y el trayecto no se me hizo muy largo. Al llegar a casa en semejante
estado, mi madre, alarmada, me preguntó que qué me había pasado, por lo que
tuve que contárselo. Ella insistió en llevarme al médico en coche, a lo que me
negué terminantemente. Sólo pensando en la vergüenza que pasaría siendo
examinado ahí abajo por un médico, se me subían los colores. Mi madre me pidió,
por lo menos, que le dejara ver como tenía la entrepierna, pero aún me negué
más rotundamente si cabe. Ya tenía 18 años y habían pasado muchos años desde la
última vez que mi madre me vio desnudo. Y no sólo mi madre, tampoco ninguna
chica, porque aún no había tenido ninguna novia. Me eché en el sofá del salón y
encendí el televisor para a ver si dejando de pensar en ello se me pasaba el
dolor. De vez en cuando mi madre se pasaba por el salón para interesarse por mi
estado. Pero, pese a mis esfuerzos por tranquilizarla, mi cara debía de
indicarle todo lo contrario, puesto que al cabo de una hora de echarme en el
sofá, cuando ya me encontraba perfectamente, sonó el timbre de la puerta. Por
las voces que me llegaban del recibidor de casa pude adivinar que se trataba de
mi tía Julia. El día empeoraba por momentos: mi madre había llamado a su
hermana, que es médica, para que me echara un vistazo.
—Gracias por venir Julia. Siento haberte molestado, pero es
que estaba muy preocupada.
—Tranquila —dijo mi tía—. Estaba en el centro comercial con
mi hija. Queríamos comprarnos ropa y zapatos para la boda de mi cuñada. Pero
podemos ir esta tarde.
—Como ya te he contado por teléfono —continuó mi madre—,
David se ha dado un buen porrazo en el paquete al chocar contra el poste de la
portería. No ha querido que lo llevara al médico ni me ha dejado mirárselo a
ver qué tal lo tiene.
—No te preocupes —la tranquilizó mi tía—. Seguro que no es
nada. ¿Y dónde está el mutilado?
—¡Ay disculpa! Pasa, pasa. Está en el sofá. No se ha movido
de allí desde que ha llegado.
Cuando las vi entrar me quedé de piedra. No sólo había
venido mi tía sino también mi prima Carolina. No pocas pajas me he hecho yo
pensando en ella. Aunque es algo altiva y bastante pija, es una preciosidad un
año mayor que yo. Como tenemos prácticamente la misma edad y por lo unidas que
están mi madre y mi tía, Carolina y yo hemos pasado mucho tiempo juntos. De
siempre, mis padres y los de mi prima han alquilado conjuntamente un
apartamento en la Costa Brava para pasar la vacaciones. De hecho, yo aún
veraneo allí con ellos, aunque desde hace un par de años Carolina ya no viene
con nosotros y pasa las vacaciones en Barcelona con sus amigos. Es una chica
muy madura para su edad, y sus padres siempre han confiado plenamente en ella,
y ella no les ha dado ninguna excusa para desconfiar. Si no fuera por los aires
que se da, sería la chica ideal: atractiva, inteligente, etc. Durante mucho tiempo
estuve enamorado de ella en secreto. Sin embargo, ella, a pesar de nuestra
escasa diferencia de edad, nunca ha dejado de verme como a un niñato sin
personalidad. Pese a ello, hasta no hace mucho, siempre se había mostrado
simpática conmigo, aunque fuera una simpatía algo condescendiente. Pero hace un
par de años todo cambió. Sin motivo aparente, empezó a mostrarse más distante y
borde y las pocas veces en que hemos coincidido durante este tiempo no me ha
dirigido la palabra. Como siempre, ese día llegó vestida con una minifalda, un
top ajustadísimo y unos zapatos de tacón y, como siempre, entró en el salón con
sus aires de suficiencia sin prestar atención a ninguna otra cosa que no fuera
su último modelo de smartphone.
—¿Queréis tomar algo? —preguntó mi madre—. Algún refresco,
agua...
—Por mi parte no, gracias, Carmen —respondió mi tía.
—¿Y tú, Carolina? ¿Quieres algo?
—No, gracias tía Carmen, ya hemos tomado una cola light en
el centro comercial.
Mi tía me puso la mano en la frente y me preguntó que cómo
me encontraba.
—Bien. Ya estoy mejor, ya no me duele. Mamá es una exagerada
—dije, de forma realmente sincera, pero tal vez forzando excesivamente la
sonrisa creyendo que así se marcharían antes.
—Estoy segura de ello —dijo mi tía, pensando que mentía por
lo embarazosa que me resultaba la situación—, pero, ya que estoy aquí, por qué
no me dejas echarle un vistazo.
—No, de verdad, tía, ya se me ha pasado.
Ante mi negativa, mi tía miró a mi madre como interrogándola
sobre lo que quería que hiciese. Mi madre no se echó atrás y continuó
insistiéndome en que dejara que tía Julia me examinase, mientras que yo le
juraba que estaba perfectamente. Así pasamos un buen rato hasta que mi madre
explotó:
—Ya está bien de chiquilladas, David —soltó mi madre con
rostro serio y las manos en jarras—. Pórtate bien y deja que tu tía te examine.
Viendo que la cosa se ponía fea, no pude evitar mirar a mi
madre con cara de súplica mientras que, instintivamente, me agarraba con fuerza
los pantalones como si me fuera la vida en ello. Yo estaba sentado en el sofá
del salón. Aún iba vestido con el equipo de futbolista: la camiseta, los
pantalones cortos y las zapatillas deportivas. Las tres estaban de pie frente
al sofá con actitud expectante. Incluso mi prima había dejado de prestarle
atención al smartphone que aún llevaba en la mano. La expresión de su cara
denotaba que disfrutaba con la situación: tenía una sonrisa de satisfacción
dibujada en los labios, como entre divertida y curiosa.
—¡Obedece, David! —dijo mi madre mientras me apuntaba a la
cara amenazadoramente con el índice de la mano derecha—. Y no me montes una
escena, que ya me conozco tus rabietas.
El tono enojado de su voz no dejaba lugar a dudas. Ya se lo
había oído otras veces, incluso en las discusiones con mi padre, y sólo
significaba una cosa: la discusión había acabado y se haría lo que ella decía.
Como ya lo tenía todo perdido, intenté que, por lo menos, mi prima no estuviera
presente. Así que la miré insistentemente para hacer notar su presencia a mi
madre y a mi tía. Extrañada, mi tía dirigió la mirada a mi objeto de atención,
percatándose entonces de la incomodidad que me provocaba la presencia de
Carolina.
—Carmen, creo que lo que le estaba preocupando todo el rato
a tu hijo es que Carolina le pueda ver el pito —le advirtió tía Julia, algo
sorprendida.
—No, mujer, ¿cómo va a ser eso? —replicó mi madre—. Si mi
hijo sabe perfectamente que su prima ha empezado este año la carrera de
medicina y va a ser médica como sus padres. Lo que pasa es que las dos sois
mujeres y él es muy vergonzoso para estas cosas. Si el médico que lo visitara
fuera un hombre ahora mismo no tendría este berrinche. Pero como antes no ha querido
que lo llevara en coche al ambulatorio ahora se aguanta.
—Pero David, cariño —me dijo mi tía, con voz afable—, si
para mi ver un pene es lo más normal del mundo. He visto cientos en mi
consulta. Y, aunque no lo recuerdes, también te vi el tuyo muchas veces, cuando
sólo eras un renacuajo. Te he cambiado tantas veces los pañales que ni me
acuerdo.
Mientras mi tía me hablaba no me atrevía a levantar la
cabeza. No podía dejar de mirar al suelo.
—Mira, tu madre insiste en que te examine, y creo que es lo más
conveniente, pero ¿te sentirías más cómodo si no estuviera presente tu prima?
—me preguntó, de forma conciliadora, mi tía.
—Sí —respondí yo, con un hilillo de voz y con la vista
clavada en el suelo.
—Bueno, creo que habría sido una buena experiencia para
Carolina poder observar de primera mano como se hace una exploración física,
pero si tanto le incomoda al chico su presencia, puedo pedirle a la niña que
salga un momento mientras lo examino —dijo resignadamente mi tía.
—De ninguna manera, Julia. ¡Estaríamos buenos! Con el favor
que nos estáis haciendo, ¡sólo faltaría que mi única sobrina, hija de médicos y
una estudiante brillante, tuviera que dejar pasar la oportunidad de aprender de
su madre! ¡No me lo perdonaría nunca! —sentenció mi madre, que había escuchado
en silencio el diálogo que habíamos mantenido mi tía y yo, pero que ya no podía
contener más su indignación.
Tras este comentario levanté brevemente la cabeza para
fijarme en mi madre y vi de reojo a Carolina, que, visiblemente satisfecha, me
miraba henchida de orgullo y con una amplia sonrisa triunfal en la boca.
Entonces miré a mi madre y, como último recurso, le imploré:
—Por favor, mamá, Carolina no...
—!Ya basta! —me cortó mi madre, dejándome con la palabra en
la boca—. ¿Me has oído, David? ¡Ya basta! No les hagas perder más el tiempo a
tu tía y a tu prima. Así que ya puedes ir bajándote los pantalones, y
¡arreando!
Las circunstancias me sobrepasaron y no pude evitar que me
brotaran lágrimas de los ojos, lo que hacía aún más humillante mi situación. Me
las enjugué con la mano mientras escuchaba, de nuevo con la cabeza gacha, como
mi madre me abroncaba una vez más.
—¡Lo que me faltaba! ¿En serio te vas a poner a llorar, con
la edad que tienes? ¿Es que aún no me has avergonzado lo suficiente?
—Tranquila, Carmen —terció mi tía—. Creo que lo mejor es que
Carolina espere fuera. No pasa nada.
—Sí que pasa, Julia, sí que pasa —insistió mi madre sin
retroceder ni un ápice en su determinación—. Pasa que este comportamiento suyo
ya está empezando a cansarme. Pasa que ya llevamos un buen rato con este cuento
y todas tenemos cosas mejores que hacer que asistir a la rabieta de un niño
malcriado y desagradecido que está haciendo perder el tiempo a su tía y a su
prima en lugar de agradecerles que pierdan una mañana de sábado visitándole. Y
este chico va a desnudarse ahora mismo delante de Carolina como me llamo Carmen
Hernández Carmona. Porque si insiste en desafiarme soy capaz de ir puerta por
puerta para traer a casa a todas las vecinas de este edificio y que vean a
David como Dios lo trajo al mundo. Así que Carolina se queda aquí. Dime, Julia:
¿Cómo prefieres que se coloque David? ¿Echado en el sofá o de pie?
—Mejor de pie —contestó tía Julia.
—Ya has oído a tu tía. ¡En pie! —me ordenó mi madre.
No me atrevía a moverme ni a levantar la vista del suelo.
Aunque ya había dejado de llorar, aún estaba sentado de la misma manera, como
paralizado. Al ver que no reaccionaba, y temiendo la reacción de su hermana, mi
tía intentó convencerme con buenas palabras:
—Anda, David. Sé razonable, por favor. Haz caso a tu madre.
No empeores más las cosas.
Finalmente, sin escapatoria, claudiqué. Me levanté sin dejar
de mirar al suelo.
—¡Por fin! A ver si podemos acabar de una santa vez —soltó,
satisfecha, mi madre. Y acto seguido, sin darme tiempo a reaccionar, agarró a
la vez la cintura de los pantalones y la de los calzoncillos y, con un solo
movimiento, me los bajó hasta los tobillos. Después se agachó y, haciéndome
levantar primero un pie y después el otro, me los quitó. No quedándose contenta
con esto, me levantó la camiseta hasta las axilas y, obligándome a levantar los
brazos, también me la sacó.
De esta forma quedé totalmente expuesto a la mirada de las
tres.
—Deja todo esto en aquella silla de la esquina, por favor,
Carolina —le pidió mi madre a mi prima, entregándole mis prendas de ropa.
Tal era mi vergüenza que noté como el rubor me quemaba las
mejillas, lo que, como símbolo visible de mi pudor mancillado, no hacía más que
redundar en mi humillación. Si en ese punto creí que la situación no podía ser
más bochornosa para mí, me empecé a desengañar justo en el momento en el que
Carolina regresó.
—Mirad, ya le ha vuelto el color a la cara —dijo Carolina,
con sorna.
Tras este comentario malintencionado, mi madre y mi tía no
pudieron reprimir una gran carcajada, a la que se sumó acto seguido mi prima.
Otra vez volvieron a humedecérseme los ojos. Me los froté rápidamente, pero no
pude evitar que una lágrima me resbalara por la mejilla.
—Oh, venga, David, no seas tontito. Sólo ha sido una broma
—me dijo mi madre alegremente. El comentario de su sobrina había servido para
mejorarle el humor.
—Venga, bromista, ponte a mi lado, que te voy a enseñar cómo
se hace la exploración física de los genitales masculinos externos —le dijo tía
Julia a su hija.
Mi tía y mi prima se sentaron en el sofá frente a mí para
tener mis genitales a la altura de sus ojos. Mi madre se puso a su lado, aunque
quedándose de pie.
—Tras un primer vistazo general, lo primero que hay que
hacer es examinar el vello púbico y la piel de la zona buscando irritaciones,
heridas o liendres —empezó mi tía, mientras que con los dedos me iba apartando
el vello—. Recuerda que siempre, antes que nada, hay que hacer la historia
clínica del paciente, sin olvidarse de preguntar por su historial sexual.
—Dirigiéndose a mí, me preguntó—: ¿Has tenido relaciones sexuales, David?
—No —respondí, de forma casi inaudible y sin poder mirarla a
la cara. A lo máximo que me atrevía era a mirar sus manos mientras me exploraba
los genitales.
—Me refiero no sólo al coito. Relaciones sexuales en
general. Me entiendes, ¿no, David? —insistió, tía Julia.
—Bueno... a veces... me masturbo —confesé avergonzado.
Mi tía y Carolina soltaron una risotada al unísono, de la
cual no participó mi madre, que, de reojo, pude ver como me miraba,
contrariada, mientras movía la cabeza de lado a lado reprobadoramente.
—Eso es más información de la que necesitaba saber
—consiguió finalmente decir, mi tía, tras recuperarse de un acceso de tos—. No,
perdona David. No me he explicado bien. Para este tipo de exploraciones carece
de importancia que te masturbes o no. Me refería a si has practicado sexo oral
o te lo han practicado, a si te has frotado los genitales con los de otra
persona... Cosas de ese tipo.
—No... eso no —le respondí, más avergonzado que nunca.
Después de este episodio bochornoso, tía Julia continuó con
la lección a su hija.
—A continuación, debemos fijarnos en el pene del paciente...
—De niño no parecía que tuviera el pene tan chiquitito —la
interrumpió mi madre, con este comentario en tono quedo, más que nada para sí
misma, pero que pudimos escuchar todos.
—Eso es porque entonces no tenía vello. Ahora tienes que
apartarle el vello para verle el miembro —explicó mi tía, pensando que mi madre
se dirigía a ella.
En ese momento, sacando su vena más cruel, mi prima no
desperdició la oportunidad de practicar su mayor afición: divertirse a costa de
los demás. Aunque, para la mayor parte del mundo (incluidos sus padres y los
míos), tenga la apariencia de una chica dulce y sensata, estos últimos años
pude conocerla lo suficiente como para tener constancia de esa parte oscura de
su personalidad que disfruta haciendo sufrir a las personas que no gozan de su
simpatía o que se muestran débiles. Porque si una cosa desprecia esta chica
perfeccionista que siempre ha conseguido todo lo que se ha propuesto, es la
debilidad. Cuando la huele en los demás no puede reprimir su instinto
depredador. Y Carolina no podía desaprovechar la delicada situación en la que
me encontraba para jugar conmigo, incrementando aún más mi humillación por el
hecho de haber estado enamorado de ella.
—Madre, ¿a partir de qué tamaño se considera que es un
micropene? —preguntó, mi prima, con la voz más inocente que pudo fingir.
La intervención de Carolina me cogió por sorpresa, hasta tal
punto que, como un acto reflejo, levanté fugazmente la vista hacia ella, y pude
comprobar que mientras formulaba la pregunta, no estaba mirando a mi tía sino
que me miraba a mí, y lo hacía sin apenas poder reprimir la risa. Mi madre y mi
tía no debieron percatarse de ello porque tía Julia contestó con ecuanimidad.
—Con menos de siete u ocho centímetros en erección ya
podríamos considerarlo un micropene —apuntó didácticamente mi tía mientras me
sujetaba el pene—. Por lo que estoy viendo, el miembro de David debe de medir
unos tres centímetros y medio. Ciertamente es de los más chiquitos que he
visto, pero hay que tener en cuenta que normalmente en la fase de excitación
los más pequeños son también los que proporcionalmente crecen más. Tendríamos
que preguntarle al chico cuanto le mide erecto para diagnosticar una posible
microfalosomía.
—David, ¿cuánto te mide en erección? —me preguntó Carolina,
que no quería dejar pasar la ocasión de volverme a poner en un compromiso, por
lo que no podía arriesgarse a que su madre no estimara oportuno formularme la
pregunta—. Porque seguro que alguna vez te la has medido.
Yo no quería pasar por la humillación de tener que
responderle a mi prima y con la mirada busqué auxilio, primero, en mi tía, que
se mostró imperturbable y, después, en mi madre, que me urgió a contestar la
pregunta.
—Haz el favor, David, no te hagas el remolón y responde a lo
que te han preguntado —me dijo mi madre, palmeándose un par de veces las manos
con gesto de apremio.
—Casi nueve centímetros —reconocí, cabizbajo.
—¡Ay, pobrecito! ¡Pobre hijo mío! —exclamó mi madre, con
preocupación.
—Tranquila mujer, no te alarmes. Efectivamente, sus ocho
centímetros y pico están muy por debajo de la media, pero no debe de
preocuparse por eso —la informó su hermana, intentando tranquilizarla—: en
términos médicos su pene es perfectamente funcional.
—Tal vez en términos médicos, pero para lo demás... —se burló
Carolina, hurgando en la herida.
Ella misma se sorprendió de su propio comentario porque al
instante de soltarlo empezó a reírse a carcajada limpia, contagiando
inmediatamente a las demás. Por tercera vez en ese día, las lágrimas me
corrieron mejillas abajo, esta vez de forma abundante.
—¡Ay, Carolina, qué ocurrencias tienes! Suerte que te tengo
hoy aquí para alegrarme un poco el día después de tanto disgusto —le agradeció
mi madre, cuando pudo recuperar el resuello tras el ataque de risa. Ya más
calmada, mi madre se percató de mis lágrimas e intentó consolarme sin mucha
convicción—: Vamos, David, hijo, no llores, que ya has oído a tu tía, el
problema no es tan grave.
Cuando conseguí dejar de llorar, mi tía consideró que ya era
el momento de continuar con la exploración física.
—Mira, fíjate, hija —le dijo tía Julia a Carolina mientras
me sujetaba el pene e iba efectuando todas las operaciones que relataba—. Lo
primero que tienes que hacer cuando examinas el pene, en el caso de que el
paciente no esté circuncidado, es comprobar si el prepucio se retrae con
normalidad. De no ser así estaríamos ante un caso de fimosis. El glande debe
presentar un aspecto rosado como el de David y no debe tener ningún tipo de
lesión. Esta especie de papilas que ves en la corona del glande, se llaman
pápulas perladas y son completamente normales. A veces por debajo del glande
puedes encontrarte que determinados pacientes tengan una sustancia blanquecina
llamada esmegma, que es producto de la falta de higiene. Una vez terminada la
inspección visual debes apretar un poco el glande para asegurarte de que no
rezuma nada por el meato urinario, lo que no sería una buena señal. También
debes fijarte en el aspecto del meato. ¿Has visto que tiene el mismo color
rosado que el resto del glande? Es como tiene que ser. Después hay que palpar
el tronco de pene en busca de dolor o masas. —Tras hacerlo ella misma, tía
Julia animó a su hija a que lo intentara—: Venga, Carolina, hazlo tú.
No me lo podía creer. Nada más oír la intención de mi tía
alcé bruscamente la cabeza en su dirección con el propósito de recriminarle su
idea, pero finalmente no me atreví. No pude evitar echar un vistazo a mi prima,
que en ese momento me estaba mirando. Su cara era la viva imagen del triunfo.
No pude sostenerle la mirada y agaché la cabeza dócilmente, tras lo cual
procedió orgullosa a examinarme el pene.
—Cógelo con los dedos índice y pulgar —le indicó
diestramente su madre—. Palpa el tronco. Nota los dos cuerpos cavernosos en la
parte dorsal del pene y, debajo, en la parte ventral, el cuerpo esponjoso, que
recubre la uretra. ¿Los notas?
—Creo que sí —respondió Carolina, entusiasmada.
Para mi bochorno, en ese momento noté como empezaba a tener
una erección. Intenté centrar mis pensamientos en otra cosa. Pero eso sólo
hacía que fuera más consciente de mi inminente erección, acelerando aún más el
proceso. Cuando Carolina se dio cuenta, me soltó el pene como un resorte, con
asco.
—¡Qué vergüenza, por el amor de Dios! —exclamó mi madre, y a
continuación se disculpó por mí ante mi prima—: Cuánto lo siento, Carolina,
niña. No sé que decir ¡Qué vergüenza, por Dios! ¡Lo siento tanto! Perdónale,
por favor.
—No pasa nada, Carmen —intentó tranquilizarla mi tía—. Es
una reacción involuntaria. Totalmente normal. En la consulta ocurre con más
frecuencia de lo que puedas pensar.
—Y tú, David, ¿no te da vergüenza? —continuaba exclamándose
mi madre—. ¿No me has abochornado lo suficiente hoy? ¡Ay, por Dios! ¡Que te
pase esto con tu prima! ¡Pídele ahora mismo disculpas a Carolina!
Cabizbajo y tapándome mis partes con ambas manos, esta vez
sí que me puse a llorar a moco tendido mientras asistía al enésimo enojo de mi
madre.
—Cálmate, por favor, Carmen —procurando de nuevo tía Julia
apaciguar a mi madre—, que el chico no tiene la culpa, que es involuntario.
—¡No! ¡De ninguna manera! ¿Cómo voy a calmarme? Y tú,
hombrecito, haz el favor de disculparte ante tu prima —insistió mi madre.
—Lo siento, Carolina, perdóname por favor —me disculpé,
entre sollozos y sorbiéndome los mocos, intentando aplacar a mi madre.
—Mi madre tiene razón, tía Carmen. Son cosas que pasan. No
tiene mayor importancia —intervino finalmente mi prima, con la magnanimidad del
vencedor. Se podría pensar que se compadecía de mí, pero su expresión indicaba
todo lo contrario. Tras una primera reacción de asco, rápidamente mudó su ánimo
presenciando entusiasmada como se resquebrajaban los últimos restos de mi
hombría, con mi llanto y mi súplica de perdón como momentos culminantes.
—Carmen, escucha a tu sobrina. Ya ves que la chica no le da
importancia —dijo mi tía, para terminar con la discusión. Y con la intención de
despojarle toda la parte emocional al incidente, quiso ofrecer una explicación
fisiológica del mismo. Para ello, me apartó las manos y volvió a sujetarme el
pene, que ya había vuelto a su flacidez habitual, estado que ya no abandonaría
hasta que pude recuperarme de esta experiencia traumática, muchos meses
después—. Mirad, ya le ha bajado la erección. ¿A que no había para tanto? Pero
a lo que iba. Aquí se encuentran los cuerpos cavernosos —comentó, señalándolos
con el índice de la mano derecha mientras me sujetaba el pene por debajo con el
pulgar y el índice izquierdos—. Cuando David se ha excitado de forma
involuntaria, su cerebro ha mandado un mensaje a los nervios de su pene para
que den la orden de llenar con sangre estos cuerpos, que son los responsables
de la erección. Es así de natural. Y ahora, por fin, si ya estamos más
calmados, acabemos de examinar al chico. Que el pobre ya debe estar harto de
nosotras. Nos quedan los testículos. Lo más importante en los casos de golpes
en esa zona —dijo mi tía mientras me soltaba el pene y me sopesaba los
testículos con ambas manos. Por el escaso tamaño de mi pene no hizo falta que
me lo apartara para inspeccionarme los testículos, pues éstos colgaban
aproximadamente un centímetro más abajo que aquél. Tía Julia continuó con su
explicación mientras me examinaba—. Antes de explorar los testículos debemos
buscar nódulos, hinchazones, lesiones o erupciones en el escroto, la bolsa que
los contiene. Bien, todo correcto. Ahora sí que ya podemos ir a los testículos.
Son dos glándulas ovoides que, al tacto, deben tener un tamaño y una
consistencia similares. No deberían tener nódulos ni masas. No detecto nada
anormal en ellos ni tampoco en el epidídimo ni en los cordones espermáticos.
Durante la palpación David no debería notar ningún dolor. ¿Te duele, cariño?
—No —contesté, con un hilo de voz.
—Bueno, pues por mi parte ya hemos acabado —concluyó mi tía,
pero, sin darme tiempo a alegrarme, añadió—: ¿Quieres probarlo tú, Carolina?
—Claro —afirmó mi prima, con determinación.
—Con el pulgar y los dedos índice y medio palpa un testículo
cada vez —la instruyó mi tía—. Deben moverse libremente. Pálpalos suavemente
porque son muy sensibles a la presión. Nota su superficie lisa y su
consistencia firme y algo elástica. En la parte posterior de cada testículo se
encuentra el epidídimo, de donde sale el cordón espermático. El cordón
espermático contiene arterias, venas, vasos y el conducto deferente. Todos
estos elementos también deben moverse libremente. En ningún momento de la
exploración deberías haber notado una masa, ni la palpación debería ser
dolorosa. ¿Notas un tubo duro y liso de unos dos o tres milímetros de diámetro?
Pues es el conducto deferente. Palpa toda su longitud. El cordón espermático se
pierde dentro del abdomen cuando entra en el canal inguinal a través del anillo
inguinal externo. Mira —le mostró mi tía, mientras apartaba las manos de su
hija y con su índice me empujaba hacia arriba la porción superior del escroto
hasta invaginar el dedo en la parte inferior de mi pubis—, si introduces el
dedo siguiendo el cordón espermático podrás llegar a notar el anillo inguinal.
Podrías detectar una hernia si cuando haces toser al paciente notas una masa
que sale del canal inguinal. —Entonces mi tía me miró a la cara sin dejar de
apretar con el dedo y me pidió que tosiera, cosa que hice—. Perfecto. Anda,
hija compruébalo por ti misma —le dijo a Carolina, que apoyó su mano izquierda
en mi cadera derecha y me introdujo el índice derecho tal como le había
mostrado su madre—. ¿Lo notas, hija? —le preguntó, mi tía.
—Sí —respondió mi prima.
—Tose, David, cariño —me pidió mi tía y se dirigió a su hija—:
¿Ves como no baja ninguna masa?
—Sí —le confirmó, Carolina.
—Eso es lo normal —le aclaró mi tía—. Ya puedes dejarlo,
hija, que ya hemos acabado. —Entonces se dirigió a mi madre y le dijo—: Puedes
estar tranquila, Carmen, David está perfectamente. Durante la exploración no ha
notado ningún dolor y eso es una muy buena noticia. Sólo ha sido el dolor del
momento por el golpe. No hace falta ni que le des una aspirina.
—¡Qué alivio! —exclamó mi madre, soltando un suspiro—.
Cuando le vi cruzar la puerta de casa con esa carita, el corazón me dio un
brinco. ¡Cuánto te lo agradezco Julia! ¡Y a ti también, Carolina! ¡A las dos!
—No hay de qué, Carmen —dijo mi tía—. Cuando me
telefoneaste, alarmada, yo también me preocupé. Pero, por suerte, no ha sido
nada.
—Sí, tía Carmen, sólo ha sido un susto —dijo Carolina, y
después me miró a la cara y añadió—: Y además, ha sido un PLACER haber podido
ser útil. —Y, volviéndose a dirigir a mi madre, añadió—: Si no te importa tía,
me gustaría ir al baño a lavarme las manos.
—Por supuesto, hija, claro que sí, ya sabes donde está —le
respondió mi madre. Y cuando Carolina ya se había ido, le dijo a mi tía—. Qué
niña tan dulce. Es un sol. No sabes la suerte que tenéis. Por cierto, ¿aún está
con el chico ese tan majo? El que trabaja de monitor en el gimnasio ¿Cómo se
llamaba?
—Carlos —respondió, mi tía—. Sí, ya llevan seis meses juntos
y se los ve muy felices. Tuve mis recelos cuando nos lo presentó, y mi marido
no te digo. Ella con diecinueve, y él ocho años mayor... Pero ha resultado ser
un chico encantador y muy trabajador. Ya vive casi en su casa. Pero es algo
normal en estos tiempos. —Mi tía entonces se dirigió a mí y pasándome la mano
por el hombro, me preguntó—: ¿Y tú qué, David, ya tienes novia?
Yo aún seguía desnudo, tapándome los genitales con las
manos. No me atrevía a contrariar a mi madre interrumpiendo su conversación con
tía Julia. Estaba deseando que acabaran de hablar o que me indicaran que me
podía vestir, pero, por lo que parecía, después de tanto rato desnudo ya no
reparaban en ello. En estas, vi a Carolina en el pasillo, regresando del baño.
Cuando estaba entrando en el salón, se sorprendió de encontrarme aún desnudo y
me sonrió. Yo bajé la cabeza.
—¿No respondes a tu tía? —oí que decía mi tía, sacándome de
mis pensamientos.
—No, no tengo novia —reconocí.
—¿Y no hay ninguna chica del instituto que te guste?
—insistió, mi tía. Pero me quedé callado—. Bueno, no voy a insistir más. Que ya
veo que te da vergüenza hablar de esto.
—¡Ay! ¡Pero mira la hora que es! —exclamó mi madre—. Ya son
las dos menos cuarto. ¿Qué vais a hacer ahora? ¿Queréis quedaros a comer?
Pronto vendrá mi marido. Se alegrará de veros.
—No, gracias, Carmen. Vamos a volver al centro comercial.
Hemos quedado con Alberto a las dos y media para ir a comer por ahí —se excusó
tía Julia —. Y así de paso iremos después a comprar los vestidos. Aunque eso no
le va a hacer mucha gracia a mi marido. No soporta ir de compras. Bueno,
nosotras ya vamos a ir tirando. Pero antes yo también voy a ir lavarme las
manos.
—Ve, ve —la apremió mi madre. Estando sólo los tres, mi
madre le preguntó a mi prima—: ¿Y cómo te va la carrera?
—Muy bien. Hay mucho trabajo, pero me gusta estudiar
—respondió Carolina, segura de sí misma.
—Ojalá mi David fuera tan buen estudiante como tú —se quejó
mi madre, mientras me ponía la mano en el hombro—. El año pasado repitió curso
en el instituto y este año no veas lo que le cuesta. Y además está todo el día
encerrado en su cuarto, que vete tú a saber que hace ahí.
—No te preocupes tía Carmen, es normal. Es un adolescente.
Ya se le pasará —dijo mi prima, mirándome y riéndose entre dientes de mi
afición masturbatoria, que se traslucía implícitamente del último comentario
que había soltado mi madre.
—No sé, hija, no sé. Creo que es un caso perdido —se
lamentaba mi madre—. No sé yo qué voy a hacer con él. Necesitaría a alguien
responsable a su lado que le diera un empujón. Ojalá tu pudieras darle unas
clases o algo.
La propuesta de mi madre me alarmó. Ni en la peor de mis
pesadillas hubiera soñado una tortura peor que tener que recibir clases de esta
persona cruel y desalmada. ¿Cómo podría jamás mirar a la cara a Carolina
después de todo lo que había pasado hoy?
—Es complicado, tía Carmen. La carrera me quita mucho
tiempo. Pero creo que podría encontrar un par de horas a la semana... —empezó a
decir Carolina.
—Te estaría muy agradecida —la interrumpió mi madre,
agradecida.
—¿Y tú qué dices, David? —me preguntó mi prima, mientras me
levantaba el mentón con la mano para mirarme directamente a los ojos. Tenía una
sonrisa de oreja a oreja dibujada en la cara. Sólo pude aguantarle la mirada un
segundo. Después tuve que bajar la vista. Como aún me sujetaba el mentón en
alto, los ojos se me fueron a su escote—. ¿Te gustaría que te diera clases?
—No... no sé —conseguí decir, acongojado, después de tragar
saliva.
—Pero ¡habrase visto! —prorrumpió mi madre—. ¿Qué clase de
respuesta es esa? Tu prima te está haciendo un favor. Deberías mostrarte
agradecido. ¡Claro que aceptas! ¡Por supuesto que aceptas! —Viendo que llegaba
mi tía, mi madre se calmó un poco y concluyó—: En fin, Carolina, no le hagas
caso a tu primo, que hoy tiene el día tonto. Ya lo hablaremos mejor otro día,
que ya tenéis que iros. —Y dirigiéndose a su hermana, le dijo—: Bueno, Julia,
gracias otra vez. Y disculpa por la molestia.
—En absoluto, ya sabes que no es ninguna molestia —le
respondió, tía Julia—. Y perdona que no podamos quedarnos más, pero es que si
no salimos ya mismo vamos a llegar tarde.
—Vete tranquila, Julia. —la tranquilizó mi madre mientras me
cogía por el brazo y tiraba de él para que fuera con ella a acompañarlas a la
puerta—. Pasad, pasad. Id delante, que ya conocéis el camino.
Cuando llegamos a la puerta, tía Julia y mi prima se
apartaron a un lado para que fuera mi madre la que la abriera. Las dos salieron
al portal mientras que mi madre y yo nos quedamos en la puerta. Si en ese
momento hubiese salido algún vecino me habría visto vestido únicamente con las
zapatillas deportivas y los calcetines. Por suerte eso no ocurrió. Mientras
Carolina llamaba al ascensor, mi madre se despidió de su hermana con dos besos.
Luego lo hizo de su sobrina. Aproveché que mi madre me había soltado el brazo
para esconderme detrás de la puerta.
—Anda, David, no seas maleducado. Despídete y da las gracias
—me reprendió mi madre, al comprobar que ya no estaba a su lado.
—Adiós tía Julia, gracias por todo —dije precipitadamente, y
le rocé apenas las mejillas con los labios.
—De nada, cariño —agradeció mi tía.
—¡Ay, David! ¿Qué te pasa hoy? ¡Es que se te tiene que decir
todo! Venga, hombre, despídete también de tu prima. Y apresúrate, que tienen
prisa —me apremió mi madre, viendo mi poca predisposición a despedirme de ella.
—Adiós, Carolina, gracias —acerté a decir, abochornado.
—De nada, primito —me respondió, mi prima, que, sin esperar
a que la besara, se me adelantó y me plantó dos sonoros besos en las mejillas.
Después me dio un par de palmaditas en la nalga y soltó—: Y cuídate.
—Adiós, familia —se despidió mi tía, que ya estaba sujetando
la puerta del ascensor esperando a su hija—. ¡Ah! Y David. La próxima vez que
juegues al fútbol, no seas tan bruto, ve con más cuidado.
—Por la cuenta que le trae —sentenció Carolina,
burlonamente, mientras entraba en el ascensor.
Y las tres prorrumpieron en risas al unísono. Sus carcajadas
retumbaron por todo el portal y aún me resuenan en la cabeza. Si en ese momento
aún me quedaba algo de dignidad, se acababa de evaporar. Pero esa no sería la
última humillación del día. La puntilla me la iba a dar mi madre, que, nada más
cerrar la puerta, percatándose finalmente de mi desnudez, se le borró
inmediatamente la sonrisa de la boca y, a voz en grito, me reprendió:
—Pero ¿qué haces aún paseándote por ahí desnudo? ¡¿No te da
vergüenza?! ¿Y si llega a pasar algún vecino y te ve así? ¡Ve a vestirte ahora
mismo!
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