domingo, 19 de agosto de 2018

Las pelotas contra el poste 2



Aunque mi anterior relato, Las pelotas contra el poste, no fue concebido como el inicio de una serie, este nuevo relato podría considerarse como una continuación de aquél. Aquí recupero algunos de los personajes que aparecían en el otro: David, un chico apocado de dieciocho años, y su bella prima Carolina, un año mayor que él, que a los ojos de todo el mundo parece una chica inteligente y sensata y una estudiante brillante, pero que es en realidad una dominatriz en ciernes, una chica altiva y manipuladora, que no soporta a la gente débil y que disfruta haciendo sufrir a las personas que no son de su agrado.



TERAPIA DE AVERSIÓN



Habían pasado algunos meses desde el día en que tía Julia y Carolina me habían examinado los genitales para asegurarse de que no habían sufrido ningún daño tras habérmelos golpeado contra el poste de una portería de fútbol. Fue una experiencia humillante para mí, pero poco a poco la fui superando gracias sobre todo a que en todo ese tiempo no me vi en la tesitura de tener que coincidir con mi prima, lo que sin duda habría reabierto una herida que aún estaba tierna. Aunque sabía que tarde o temprano se produciría el fatídico reencuentro, no me imaginé que fuera tan pronto, y mucho menos que tendría lugar en las peores circunstancias posibles. Siempre creí que primero coincidiríamos en algún compromiso familiar, rodeados de más personas. Nunca pensé que la primera vez ya tendría que enfrentarme a ella a solas. Y en honor a la verdad debo admitir que ese primer encuentro se produjo por mi culpa, y no puedo decir que no estuviera advertido. Mi madre dio una muestra clara de sus intenciones cuando el día de marras no se le ocurrió otra cosa que pedirle a mi prima que me diera clases particulares para ayudarme con los estudios. Aunque en ese momento no acabó concretándose en nada, conociendo la testarudez de mi madre, el simple hecho de habérselo planteado ya debería haberme servido de advertencia y tendría que haberme esforzado más en los estudios, porque en el momento en que suspendí cinco asignaturas en la segunda evaluación ya no había vuelta atrás, mi suerte estaba echada. Estaba repitiendo primero de bachillerato cuando tendría que estar en mi último año de instituto. Así que, sin pedirme siquiera la opinión, mi madre convenció a Carolina para que me diera clases de refuerzo. La primera de ellas tuvo lugar una tarde de miércoles del mes de abril.

—¡Cómo se te ocurre llegar tan tarde! Tu prima hace más de veinte minutos que te espera. Y yo ya tendría que haber salido para llegar a tiempo a la clase de yoga —me reconvino mi madre a voz en grito, sin darme tiempo de entrar por la puerta.

—Lo siento mamá, pero he tenido que quedarme un rato más en el instituto para acabar un trabajo de grupo —mentí descaradamente. Después de clase me había ido con mis amigos a jugar al futbolín en un bar cercano al instituto. No pretendía hacerlas esperar. No lo había hecho con mala intención. Simplemente no me veía con ánimos de encontrarme con mi perversa prima, y estaba intentando, sin éxito, reunir fuerzas para afrontar la situación.

—Anda, pasa. Estábamos en el salón. Como tardabas tanto le he ofrecido un café —me informó mi madre, acompañándome a empujones al salón de casa. Allí estaba Carolina, sentada en una silla con las piernas cruzadas, visiblemente mosqueada. Excepcionalmente, había abandonado sus habituales minifaldas de niña pija e iba vestida con una sencilla camiseta verde y unos leggings negros. No había abandonado, sin embargo, sus no menos habituales zapatos de tacón con plataforma, que la hacían parecer aún más alta de lo que ya era. Al verme entrar no se levantó.

—Por fin ya tienes aquí al desastre de mi hijo —le dijo mi madre, con resignación—. Siento no poderme quedar con vosotros, pero, con lo que tengo que aguantar en casa, si no fuera por las clases de yoga me tendrían que encerrar en un manicomio.

—Vete tranquila, tía Carmen, todo irá bien —la tranquilizó mi prima, mientras se levantaba para despedirse de ella.

Después de darle dos besos a Carolina, mi madre se dirigió a mí:

—Y tú, David, pórtate bien. Trabaja mucho y obedece a tu prima en todo lo que te diga. Que no tenga queja de ti.

—Sí mamá, vete ya —le respondí, molesto por el hecho de que me tratara como a un niño delante de mi prima, cuando yo ya tenía dieciocho años y Carolina sólo era un año mayor que yo.

—Si se porta mal, no dudes en contármelo —la conminó mi madre, dirigiéndose otra vez a Carolina—, que ya lo meteré yo en vereda.

—Descuida, tía Carmen

—Bueno, pues ahora sí que me voy —dijo mi madre—. No recojáis nada, que ya lo haré yo cuando vuelva. A ver, creo que lo llevo todo: las llaves, el móvil, la bolsa... —iba diciendo mi madre para sí misma mientras se dirigía a la puerta. Carolina y yo la seguimos con la mirada hasta que la perdimos de vista. Pero no nos movimos hasta que no oímos el ruido de la puerta al cerrarse.

—Tú dirás, David. ¿Cómo lo hacemos? ¿Vamos a tu cuarto? —me preguntó mi prima, con decisión.

—Sí —le contesté a la segunda, tras carraspear, después de que la primera vez me fallara la voz.

Sin esperar a que yo pasara delante, se volvió y se dirigió a mi habitación. La seguí como un cordero que va al matadero. Aunque, entre tanto, no pude evitar fijarme en sus torneadas piernas y en su prieto culo, que, perfectamente perfilados por sus leggings, se movían armoniosamente al compás de su taconeo. Pese a sus tacones, caminaba con elegancia, cimbreando el cuerpo como un junco.

—Es esta de aquí, ¿verdad? —preguntó Carolina, señalando mi habitación. Y entró resoluta sin darme tiempo a responder y sin dar la luz.

—Sí —contesté, tímidamente. Y me apresuré a encenderle la luz.

—Menudo desorden —sentenció Carolina, con los brazos en jarras, tras echar un rápido vistazo a la habitación—. Así es imposible concentrarse. —A continuación examinó con más detenimiento lo que le quedaba a la vista, empezando por la novela empezada que tenía encima de mi mesa de estudio—. Lo que me faltaba: Crepúsculo. No sé cómo a la gente puede gustarle esta mierda de vampiros afeminados y niñatas pánfilas. —Después de ojear el libro de forma maquinal, lo tiró sobre la mesa. Y, levantando la mirada, se fijó en lo que había en los estantes. Esta vez, su única reacción fue soltar un bufido, que fue acompañado de una mueca de desaprobación. Finalmente se giró hacia mí y dijo—: Sólo veo cómics, videojuegos, alguna película de acción y novelas para adolescentes con acné. Desde luego no esperaba encontrar alta literatura, pero sí algo con un poco más de contenido. ¿No tienes más intereses que estos? ¿Ya sabes la carrera que vas a escoger? Porque si pasas de curso, el año que viene ya estarás en en tu último año de instituto. David, te estoy hablando. Quieres hacer el favor de contestar —me apremió a responder mi prima, cada vez más impaciente por mi silencio.

—No sé —sólo acerté a decir, agachando la cabeza.

Lo último que me convenía, y lo que menos deseaba, era contrariar a mi prima. Por eso durante esos breves instantes, que se me hicieron eternos, me estrujé los sesos para encontrar una respuesta que satisficiera a Carolina, pero no la encontré. No soy una persona con intereses elevados, como concluyó correctamente mi prima.

—Dejémoslo —desistió finalmente mi prima y, sentándose en la silla giratoria que había frente a la mesa, añadió—: Antes de empezar con las asignaturas, veamos si lo que tienes es un problema con el método de estudio. A ver, explícame qué haces cuando tienes que estudiar para los exámenes.

—No sé. Me leo los apuntes, si los tengo, o, si no, los libros de texto —respondí, algo más animado, al comprobar que cambiábamos de tema.

—Siéntate en la cama, no te quedes de pie —me pidió, Carolina. Cosa que hice—. ¿Y ya está? ¿No haces esquemas? ¿Ni un triste resumen?

—No, me quitan mucho tiempo —reconocí.

—Empollar directamente de los apuntes o del libro puede que te sirva ahora, o ni eso, vistas tus notas, pero en la universidad, con la materia que vas a tener para estudiar, te va a resultar imposible —me explicó, mi prima—. Es peor de lo que me esperaba. Voy a tener que enseñarte lo más básico. Al menos dime que sabes subrayar el texto identificando las ideas principales.

—Sí, eso sí —afirmé, orgulloso.

—No se si creerte —me replicó, mi prima, con escepticismo—. A ver, enséñame algún libro que tengas subrayado. ¿Dónde los tienes?

—En el último cajón de la mesa —respondí automáticamente. Pero al acordarme de lo que también guardaba allí, el corazón me dio un vuelco—. Pero ya los cojo yo —me apresuré a decir al tiempo que me levantaba de la cama.

—No hace falta que te levantes. Lo tengo al alcance de la mano —dijo Carolina, que ya se disponía a abrir el cajón cuando me abalancé sobre ella y le aparté bruscamente la mano del tirador—. ¿Pero que estás haciendo? —me preguntó, sorprendida.

—No... nada... simplemente... que no sabes qué libros son —improvisé, de forma poco convincente.

—¿Se puede saber qué es lo que escondes ahí? —inquirió mi prima, con perspicacia.

—¿Yo? ¡Nada! ¡¿Qué voy a esconder?! —me defendí yo, haciéndome el sorprendido.

—Pues, ¿a qué viene que no me dejes abrir el cajón? —insistió Carolina, que ya había olido sangre y no iba a dejar escapar a su presa—. Y esta vez, invéntate una excusa mejor que la de antes: la de que no sé qué libros son.

—No era una excusa... —empecé a protestar. Pero Carolina me cortó en seguida.

—¿Qué son? ¿Drogas?

—No, claro que no. Ya te he dicho que no escondo nada.

—Bueno, ya basta de tonterías. Apártate ahora mismo —me ordenó mi prima, a la vez que con la mano me empujaba hacia un lado. Pero no me moví. Quería impedir por todos los medios que abriera ese cajón y lo único que se me ocurrió fue plantarme frente a él—. David. Te lo advierto. No estoy de humor. Te aseguro que no me apetecía lo más mínimo venir hoy aquí a darle clases a un holgazán como tú. Y si lo he hecho no ha sido por ti sino por tu madre. Pero mientras estemos tú y yo solos en esta casa la responsable de tu cuidado soy yo. Y no voy a dejar correr este asunto. Así que dime, David, ¿qué prefieres? ¿Que el cajón lo abra yo o que lo abra tu madre? No tienes más alternativas. Tú decides.

Esa disyuntiva no me dejaba otra opción que apartarme. Si había alguien a quien temía más que a Carolina era a mi madre. No hizo falta que respondiera. El simple ademán de echarme a un lado certificó mi rendición absoluta, como bien interpretó mi prima.

—Buena elección —se congratuló mi prima, visiblemente satisfecha por su cómoda victoria, pero sin permitirse esbozar una sonrisa—. Y ahora vuelve a sentarte en la cama —me ordenó con gesto serio, mientras me señalaba con el dedo los pies de la cama, justo al lado de la mesa.

Acto seguido, estando aún sentada en la silla giratoria, abrió el cajón. Desde mi posición, podía ver perfectamente su contenido y cómo poco a poco iba vaciándose a medida que Carolina iba sacando los libros, que, tras un breve examen, dejaba encima de la mesa. Cada vez estaba más nervioso, pero no tardó mucho en sacar el último de los libros, el de biología, debajo del cual había dos revistas porno.

—Porno, ¡cómo no! —profirió mi prima, con fastidio, cogiendo las revistas y cerrando el cajón—. Así que era esto lo que escondías —me recriminó mientras me las mostraba. Al comprender que yo no iba a decir nada, se puso a ojear una de las revistas—. Private... nunca había oído hablar de esta revista —murmuró para sí misma. A medida que pasaba las hojas sus cejas se iban arqueando cada vez más—. Felaciones, penetraciones anales y eyaculaciones faciales. —Carolina escupió con rabia cada una de estas palabras, para luego añadir hastiada—: las típicas convenciones del porno machista: mujeres denigradas y reducidas a objetos para el uso y disfrute de pajilleros como tú. Mira por dónde, por fin hemos descubierto cuáles son tus aficiones más allá de los cómics y los videojuegos, ¿eh, David? ¿No vas a decir nada?

Aún seguía sentado en la misma posición, con la cabeza gacha y frotándome la manos nerviosamente. Pese a su interpelación me mantuve callado. Conociendo a Carolina, era la mejor opción. Ya había descubierto mi punto flaco, la rendija por donde atacarme. Y yo sabía perfectamente que no se detendría. Lo sabía por otras personas que tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino y haber mostrado alguna debilidad ante ella. Carolina disfrutaba haciendo sufrir a los demás. Y conmigo no iba a ser diferente, como hace unos meses había podido experimentar en mis propias carnes. Como una auténtica estratega, iría poco a poco desgajando pedazos de mi autoestima hasta que no quedaran de mí más que unos míseros despojos, convirtiendo esa pequeña rendija inicial, ese punto flaco, en un majestuoso arco del triunfo, el cual atravesaría orgullosa no a lomos de un caballo blanco, sino calzada con sus zapatos de tacón. En ese instante ya sabía que no tenía escapatoria. Carolina siempre podría amenazarme con enseñarle las revistas a mi madre. Lo único que podía hacer era tratar de no provocarla y mucho menos encararme a ella. Por eso pensé que lo mejor para mí era quedarme callado, no darle ninguna excusa para seguir torturándome, y a ver si así se cansaba pronto de su nuevo juguete.

Tal vez el silencio fuera la mejor opción, pero desde luego no era una solución óptima, puesto que al ver que no decía nada me lanzó la revista que había estado ojeando. Me dio en el pecho y cayó al suelo, entre mis pies.

—Cuando me dirija a ti haz el favor de mirarme a la cara y contestar —me exigió mi prima. Yo alcé la vista, pero, al segundo, la volví a bajar sin decir nada. Sin embargo, parecía que no afectaba a sus propósitos el hecho de que no respondiera a sus interpelaciones. Siguió sin más con su táctica de desgaste, minándome lentamente la moral. Cogió la segunda revista y, como hizo con la anterior, empezó a ojearla pausadamente—. Más de lo mismo —sentenció finalmente, y cerró la revista. Entonces me mostró la chica de la portada y me preguntó—: ¿Te gusta esta?

Levanté la cabeza lo justo para fijarme en la portada, pero me quedé callado. No tardé en darme cuenta de que mi estrategia de silencio tenía los segundos contados, porque, de improviso, me golpeó en la cabeza con la revista. Mi renuencia a entrar en su juego comenzaba a desquiciarla.

—¡Te he hecho una pregunta! —me gritó furiosa, pero en seguida se calmó y añadió, más tranquila—: Estoy empezando a cansarme, y no te conviene. Me conoces, y sabes perfectamente que no me costaría nada contarle a tu madre lo que escondías en el fondo del cajón. Hasta me resultaría divertido. Me intriga saber qué excusa te inventarías. Pero puedo no decírselo. Eso depende de ti. Así que espero que a partir de ahora te muestres más colaborador. ¿Me has entendido?

—Sí —claudiqué.

El juego había entrado en otra dimensión. Con su amenaza, Carolina había puesto al descubierto sus intenciones. Quería entretenerse a mi costa y a mi no me había dejado otra alternativa que la de participar activamente en su juego. Ya no valía quedarme callado.

—Pues ahora dime cuál de las chicas de la revista te gusta más —me pidió mi prima al tiempo que me tiraba la revista al regazo. Tanto daba que escogiera una u otra. Sea lo que fuera lo que Carolina tenía pensado hacer, no se vería afectado por mi elección. Así que sólo pasé las páginas para darle gusto. Me detuve justo en medio, donde había insertado un póster desplegable en el que aparecía la mujer de la portada. Se la señalé. Carolina me cogió la revista y se fijó en la chica—. ¿Esta es la que te gusta? ¿La chica de la portada? Ya veo. Rubia de bote, toda depiladita y unos inmensos pechos recauchutados. Vamos, la Barbie pornostar... —De repente, se interrumpió y soltó una carcajada—. ¡Caray! ¡Si hasta incluyen su ficha técnica! ¡Como en las revistas de coches! Joder, es que los tíos estáis enfermos. A ver... 105 centímetros de pecho, 61 de cintura y 93 de cadera. Se llama Holly y es de Los Ángeles, California. Y tiene 21 años, o eso dice ella. Y aquí también nos habla de sus aficiones: le gusta tomar el sol en la playa y sacar a pasear a su perro, Bobby. Y no te lo pierdas, le encantan las películas románticas... ¡oh, qué mona! No se pueden escribir más clichés en menos espacio. Y por supuesto, no podían faltar sus preferencias sexuales. A ver, por favor, un redoble de tambores: su fantasía es hacérselo con otra mujer y lo que más le gusta en la cama es el sexo anal y que se la follen al estilo perro. Lo que me extraña es que al tarugo que se inventó toda esta sarta de gilipolleces se le olvidara añadir que a la chica le entusiasma que los tíos se le corran en la cara. ¿Tú qué crees, David, que estos son los gustos de Holly o es lo que quieren encontrar en la revista los pajilleros que la compran?

—No sé —respondí, con un hilo de voz.

Como era de esperar, a Carolina no le gustó mi respuesta e inmediatamente volvió a golpearme en la cabeza con la revista, pero esta vez con el lomo. La revista no es precisamente delgada y el golpe me hizo daño.

—Vuelves a no colaborar, David. A partir de ahora vas a tener que esforzarte más —me aleccionó mi prima, torciendo la boca cínicamente—. Como no has querido responder, ya lo hago yo por ti: Holly no es lesbiana, David. La fantasía de dos mujeres montándoselo es vuestra, de pajilleros como tú. A Holly tampoco le gusta que le den por el culo con un pollón porque le duele. Y, por supuesto, a Holly no le gusta que se le corran en la cara. Es humillante, además de pringoso. Y todo ello suponiendo que Holly sea realmente el nombre de esta chica. Ya que lo más probable es que se llame Lula Mae, o algo parecido, y que sea de algún maldito pueblucho de Texas, del que huyó porque allí se ahogaba. Quería prosperar en la vida y se fue a Los Angeles. Tenía grandes esperanzas pero se cruzó con un cabrón sin escrúpulos del que se enamoró y que ahora es su mánager. Él fue quien la introdujo en la industria del mal llamado “entretenimiento para adultos”, quien le “aconsejó” que se oxigenara el pelo y quien le pagó esas enormes tetas que tanto te gustan, pero que lógicamente no necesitaba porque ya tenía unos preciosos y bien formados pechos. Ella en realidad no quería entrar en este mundo de mierda ni ponerse implantes, pero estaba tan enamorada del hijoputa ese que creyó todas y cada una de las promesas que le hizo, incluyendo aquella en la que le presentaba el mundo del porno como el país de las maravillas. Y aquí tienes a esa pobre chica llena de ilusiones —dijo Carolina, señalando la portada de la revista— chupando pollas, tragando lefa y dejándose sodomizar por patanes sin modales cuyo único mérito en la vida es tener una gran polla. Todo esto para satisfacer las bajas pasiones de pringados como tú, que en lugar de salir y relacionarse con chicas en busca del amor, se encierran en su habitación husmeando en las web porno y masturbándose compulsivamente. Porque es más fácil montarse una película de fantasía con una actriz porno irreal que entablar amistad con una chica normal y corriente, que te puede mandar a paseo si no le gustas. ¿No, David?

—Sí —admití a regañadientes, para no contrariarla.

—¡Vaya! Gracias, David. Ya empiezas, por fin, a entrar en razón —reconoció mi prima, exultante. Tal vez le había costado más de lo que se esperaba, pero ya me tenía donde quería—: Se me acaba de ocurrir que, ya que has entrado con buen criterio en esta nueva fase de aceptación, no estaría de más que realizaras algún tipo de acto de desagravio. Qué sé yo... podrías disculparte. Sería lo apropiado, ¿no crees?

—Lo siento —le solté apáticamente a Carolina.

—No, David, conmigo no —se rió mi prima. Luego dio unos golpecitos con el dedo en la portada de la revista y dijo—. Con ella, discúlpate con Holly.

Era absurdo lo que me pedía, pero si así se iba a quedar contenta, eso es lo que haría. Cuanto antes se cansara de sus propios jueguecitos mejor.

—Lo siento Holly —me disculpé mecánicamente en dirección a la revista que Carolina sujetaba en alto.

—Me decepcionas David —se quejó mi prima, moviendo la cabeza de lado a lado—. No he visto sentimiento en ti. Vuélvelo a intentar. Puedes hacerlo mucho mejor.

—Lo siento mucho Holly. Me he equivocado. Te pido perdón —volví a disculparme. Esta vez, además, enfatizando de forma exagerada cada una de las palabras.

—Bravo, David. Ves como podías hacerlo mejor. Con esfuerzo todo es más fácil —se burló Carolina, que se había dado cuenta de mi sobreactuación, pero que estaba encantada con que finalmente le siguiera el juego sin tenerme que insistir más de la cuenta—. Pero esto hay que rematarlo. Todavía falta algo. ¿En “qué” te has equivocado? ¿Por “qué” le pides perdón? Confiesa tus pecados, David. Libera tu conciencia de esa pesada carga. Te sentirás mejor.

—Siento haberme comprado las revistas —dije yo.

—¿Eso es todo? —me preguntó fríamente mi prima.

Yo afirmé con un movimiento de cabeza. E inmediatamente Carolina me volvió a golpear en la testa con el lomo de la revista.

—¡Ay! —grité.

—No te quejes, David. Te lo has buscado tu solito —me reprendió mi prima—. Creía que nos entendíamos, David. Creía que ya habíamos superado esa fase absurda de no cooperación. Empieza a tomarte esto en serio antes de que se me acabe la paciencia y le cuente a tu madre tus sucios secretitos. —Carolina soltó un profundo suspiró e insistió—: Sientes haberte comprado la revista... ¿para qué? ¿Para qué, David? ¿Con qué intención te compraste la revista?

—Siento haberme comprado la revista para masturbarme —confesé avergonzado, mirando al suelo.

—Ves, David, como no era tan difícil —dijo Carolina, satisfecha—. Eso es precisamente lo que Holly y yo queríamos escuchar. Queríamos oír de tu propia boca lo que ya sabíamos: que eres un puerco. —A continuación hizo una pausa y chasqueó la lengua—. Pero ahora que lo has dicho... No sé... Holly y yo necesitaríamos algo más. Un gesto, una demostración palpable de cuan cerdo eres. Qué tal si nos muestras cómo te cundieron las clases de interpretación que tomaste aquel año en la escuela. Imítanos a un cerdo.

—¿Cómo? —pregunté sorprendido.

Carolina me dio una vez más en la cabeza con el lomo de la revista. Lo que provocó que se me escapara otro grito.

—No hagas que te lo tenga que repetir —me advirtió mi prima. Contrariado, me levanté de la cama y me puse a cuatro patas. Mi prima me dio, entonces, unos golpecitos en el hombro. Alcé la vista. Tenía el rostro de Carolina a un palmo del mío. Con una media sonrisa en la boca me preguntó—: ¿Cuántos cerdos has visto que vayan vestidos? —Mi cara debía de ser un auténtico poema porque a continuación añadió—: No pongas esa cara de bobalicón, tonto. Me has entendido perfectamente. Además, si lo que te preocupa es que te vea desnudo, acuérdate de que ya te he visto el diminuto cacahuete ese que tienes entre las piernas.

—Pero... —empecé a decir. Sin embargo no pude terminar la frase porque mi prima me volvió a dar otro revistazo.

—Nada de peros, David. Haz lo que te digo —me ordenó.

Dudé unos instantes. Intenté pensar una salida, encontrar algún pretexto. Pero no se me ocurrió nada. Derrotado, me puse en pie y me quité la camiseta, luego las bambas y los calcetines y finalmente los pantalones. Mi prima me miraba sentada en la silla. Estaba sonriendo. Tenía cruzadas sus esbeltas piernas y los antebrazos entrelazados encima de la revista que guardaba en su regazo. Su único punto de contacto con el suelo era el tacón de su zapato izquierdo, sobre el que descansaba todo el peso de las piernas. Su pie derecho jugueteaba inconscientemente con el talón del zapato, metiendo y sacando grácilmente el calcañar.

—Los calzoncillos también —me apremió Carolina, al ver que me detenía. La obedecí—. Ciertamente la naturaleza te ha jugado una mala pasada —se burló socarronamente—, pero lamentablemente para ti esto no te exime de culpa. Venga, ponte a cuatro patas. Así. Y ahora gruñe como un gorrino.

—Oink, oink, oink —dije yo.

—Hay algo que falla —afirmó mi prima, con la mano en la barbilla, fingiendo estar pensando. De repente se golpeó la frente con la palma de la mano, como si le viniera de golpe algo a la mente—. ¡Claro! ¡Cómo no se me había ocurrido antes! ¡Te falta la cola. —Cogió una hoja de papel de uno de los estantes y la enrolló, y con ello hizo después un tirabuzón.

—¡No! —protesté, cuando comprendí lo que pretendía hacer. Pero no tuve valor de levantarme. Sólo le supliqué—: No, por favor, no lo hagas.

—¡Oh, venga! Con lo que disfrutas viendo a Holly siendo enculada con esos rabos enormes, ¿ahora te vas a poner quisquilloso por este diminuto canutillo? —dijo Carolina mientras me mostraba el tirabuzón que había hecho—. Ahora, pórtate bien y relaja el ojete.

Me revolví en el suelo. No fue ni siquiera un forcejeo. No usé fuerza alguna. Seguí a cuatro patas únicamente intentando zafarme de sus manos. Sólo pretendía que desistiera de su propósito. No quería contrariar a Carolina más de lo necesario. Pero mi prima no cedió. Se montó a horcajadas sobre mí para inmovilizarme. Entonces con los dedos de una mano me separó las nalgas y con la otra mano me hincó buena parte del tirabuzón en el recto. Cuando lo logró sentí una honda sensación de impotencia, como un vacío en mi estómago, que provocó que estallara en un gran llanto.

—¡¿Por qué me haces esto?! —clamé sollozando.

—¡Porque puedo y me divierte! —me respondió crudamente, y, dándome un coscorrón en la cabeza, me dijo—. Y los cerdos no hablan, sólo gruñen. Y es lo que quiero que hagas. Así que empieza ya.

—Oink, oink, oink, oink —repetía yo, una y otra vez, entre sollozos.

—Eso es, así me gusta —me decía Carolina. De golpe, algo de la mesa llamó su atención: una bolsa de Lacasitos. La abrió, se echó unos cuantos en la mano y me los ofreció—. ¡Come!

Los cogí con la boca directamente de su mano. De nuevo, tomó otro puñado de la bolsa, pero esta vez, en lugar de dármelos personalmente, los fue tirando al suelo uno a uno. Yo los iba recogiendo con la lengua y me los comía. Me sacó de la habitación y, lanzándome lacasitos, fue paseándome por toda la casa hasta que volvimos a mi cuarto. En algún punto de ese trayecto dejé de llorar.

—Creo que por hoy ya has comido demasiado... —empezó a decir mi prima, pero se detuvo. Se le había ocurrido algo nuevo para mí. Y, tras sonreírse, concluyó enigmáticamente la frase de una forma muy diferente de como había pensado terminarla—: o no.

Dejó la bolsa de Lacasitos sobre mi mesa y volvió a sentarse en la silla. Yo permanecí a cuatro patas.

—Sabes David —dijo Carolina—, tu interpretación del cerdo ha sido sencillamente magistral. En serio, la aplaudo. Pero me he dado cuenta de que no es exactamente lo que estaba buscando. No es por culpa tuya, tranquilo, el error ha sido mío. Quería comprobar lo guarro que eres y te he pedido que interpretaras a un animal que en realidad tiene una clase especial de nobleza: los pobres son sacrificados y descuartizados en mataderos para que las personas podamos alimentarnos. Tú en cambio eres otro tipo de cerdo, ¿no, David? Tendría que haberte pedido que hicieras algo más acorde con tu naturaleza para que entendieras lo ridículo que es que a tu edad estés encerrado en tu cuarto dándole todo el día a la zambomba. Por no hablar de tu enfermiza afición al porno. Ven, sígueme —me ordenó mi prima mientras se levantaba.

Salió de la habitación y yo la seguí a cuatro patas. Me llevó al salón, donde hay un espejo de cuerpo entero incrustado en la puerta de un armario. Me pidió que me pusiera de rodillas frente al espejo. Lo único en que me fijé fue en mi cara, no tuve el valor de mirar más abajo, de ver mi desnudez totalmente expuesta. Apenas reconocí aquella cara que tenía delante de mí. No era el mismo rostro que veía cada mañana en el espejo del baño cuando me aseaba. Presentaba un aspecto general de desvalimiento. Estaba pálido, lo que contrastaba con mis ojos, enrojecidos por el llanto, y, fruto de la tensión, tenía los labios extrañamente crispados. Carolina cogió una silla y la colocó a mi izquierda en dirección a mí, y luego se sentó en ella.

—Ahora, mastúrbate —me mandó. De nuevo, rompí a llorar, pero obedecí. Pasó un buen rato hasta que conseguí que se me empinara. Carolina quería que me masturbara mirándome en el espejo y cada vez que apartaba la vista me decía—: Mírate en el espejo, David, mira lo patético que eres, mira qué ridículo estás pelándotela como un mono.

Finalmente me corrí en el suelo. Aunque había dejado de sollozar, las lágrimas continuaban brotándome de los ojos. Y no cesaron de hacerlo, e incluso arreciaron, cuando Carolina, después de mojar la suela del zapato en la mancha de semen, me hizo lamerle la suela con la lengua.

—No entiendo a qué viene esa carita —se mofó mi prima—. Con la cara de felicidad que hace Holly cuando está embadurnada de esperma. Porque eso es lo que creías hasta ahora, ¿no, David? Que a Holly le encanta que la llenen de lefa, ¿no? ¿A que cuando eres tú quien está en esa situación no te pone tan cachondo? Hoy estás aprendiendo muchas cosas nuevas, David. Al final resultará que estas clases que me pidió tu madre que te diera no van a ser tan improductivas como me pensaba. ¿Ya has acabado con la suela del zapato? Pues en el suelo tienes más.

Limpié el suelo con la lengua, como me había pedido. Cuando hube terminado, Carolina me agarró del pelo y me subió la cabeza para mirarme directamente a los ojos.

—Mírame a la cara —me ordenó—. Quiero ver la vergüenza en tu mirada. Espero que todo lo que ha pasado hoy aquí te haya hecho reflexionar sobre lo perniciosa que es tu conducta desordenada. Debes aprender a tratar con más respeto a las mujeres y a ti mismo. Además, si todo ese tiempo y esa energía que pierdes masturbándote los dedicaras a los estudios no te harían falta mis clases de repaso. Aunque ahora no lo veas así todo esto lo estoy haciendo por tu bien, y algún día me lo agradecerás. Cada vez que tengas la tentación de tocarte te acordarás de lo ridículo que resulta eso en un hombre hecho y derecho como tú —remató mi prima, con un deje sarcástico. Y después de una pausa me preguntó—: ¿Sabes lo que es la terapia de aversión? Ya veo que no. Es una forma de corregir la conducta de las personas asociándola a sensaciones desagradables, como la vergüenza o el dolor.

Carolina hizo una nueva pausa para darme tiempo a asimilar sus palabras, tras la cual me mandó que volviera a masturbarme. Yo no entendía qué es lo que pretendía con eso. Sin darme apenas tiempo de recuperarme me costaría mucho correrme otra vez. Pero no la cuestioné ni le hice preguntas. Dubitativo, me cogí el pene. Y, justo en ese momento, mi prima me soltó una tremenda bofetada que me giró la cara. Aunque no me vi el rostro seguro que debía tener dibujada en él una ridícula expresión de asombro. Hasta Carolina se sorprendió a sí misma con la fuerza que le había imprimido al golpe, porque, tras escapársele un «¡uau!», se recostó contra el respaldo de la silla con tal ímpetu que casi la tumba. Después de esto empezó a reírse a carcajadas y a aplaudir.

—Ves —dijo mi prima, cuando logró parar de reír—, en esto consiste la terapia de aversión. Para eliminar la conducta masturbatoria sólo hay que asociarla al dolor o, como antes, a la vergüenza. Venga, vuelve a cogerte la cosita y hazte una paja.

Sabía lo que iba a suceder y aún así no hice el menor intento de protegerme. Y, efectivamente, igual que antes, me abofeteó en el mismo instante en que me agarré el pene. Esta vez no me cogió desprevenido y pude encajar mejor el golpe, lo que hizo que me doliera menos, pese a ser si cabe aún más violento que el anterior. La reacción de mi prima no fue tan exagerada como la primera vez, pero no se privó de demostrarme lo mucho que le divertían sus propias ocurrencias.

Por tercera vez me pidió que volviera a masturbarme. Y por tercera vez me soltó un guantazo en la cara en el momento en que me cogí el pene. No contenta con eso, en esta ocasión no se detuvo ahí. Después de haberme dado con la palma de la mano derecha, me dio con el dorso en la mejilla contraria. De esta manera, uno tras otro, me fueron cayendo sopapos hasta que perdí la cuenta. Las mejillas me escocían. Podía notar incluso los latidos en esa zona. Pero aguanté sin llorar. Tal vez porque, pese a toda mi desdicha, ya no tenía más lágrimas que derramar. Carolina ya no reía, pero todo su rostro mostraba una abierta satisfacción.

—¿Aún te quedan ganas? —se mofó Carolina, señalándome los genitales con un gesto de cabeza. Extrañado, bajé la vista y me di cuenta de que aún mantenía agarrado el pene, y, como un resorte, lo solté—. Mejor, porque tu madre ya debe de estar al llegar. Así que creo que ya podemos dar por terminada la clase de hoy. Ve a vestirte, anda... ¡y quítate eso del culo, hombre, que parece que le hayas cogido gusto!

FIN

AUTOR: IMPOTENS

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